Regresando a casa una noche fría de invierno nos encontramos a Gatiles. Estaba solito en la calle, abrazado a los barrotes de un portal, todo sucio, famélico y tembloroso de frío. Este chiquitín era más pequeño que la palma de mi mano.
Decidimos llevarlo a casa, darle un baño, alimentarlo y a la mañana siguiente ir al veterinario. Le calculó sólo unos días de vida y nos dijo que su salud era buena, pero que necesitaba cuidados.
Durante semanas tratamos de encontrar una familia adecuada para él pero, no fue tarea fácil. Las protectoras estaban a tope y había muchos gatos en su misma situación.
Entonces Patri decidió quedárselo. Sólo había que esperar tres meses para que alcanzase la edad mínima para que poder viajar en avión rumbo a su nuevo hogar. Mientras tanto, se quedaría en mi casa. Patri tardó más de lo previsto en regresar, fue pasando el tiempo y Gatiles se estaba adaptando perfectamente en casa.
Un gatito callejero listo no, lo siguiente. En pocos días se ganó la complicidad de mis Negritos y se convirtió en uno más de la familia. Por supuesto, ya nunca viajó a Panamá con Patri.
Creo que a veces no tiene muy claro si es gato o perro, sobre todo cuando maúlla apoyando los ladridos de los perros. Aunque es más gato que nunca cuando decide «cazar» por la noche, despertando a los Negritos, y armando fiesta o cuando regresa, de pasar unos días en el hotel, y me castiga con una total indiferencia.
Nunca había pensado incorporar un gato a nuestra familia, pero Gatiles se ha convertido en un imprescindible.